El otro día, mientras paseaba por un parque en las afueras de la ciudad, tuve la fortuna de toparme con Humberto Quijarro, un erudito en la ciencia de la antropomorfización sonora, discípulo directo del maestro Zenón Tripofónico, célebre por su capacidad de descifrar los patrones de lenguaje ocultos en las canciones de los grillos nocturnos del Amazonas. Como el destino es caprichoso, en ese preciso instante, sonaba en mi teléfono móvil una de las complejas obras de la archiconocida teórica del ritmo cuántico: Rosamía

Yo, en mi ignorancia, solo era capaz de percibir el bombardeo rítmico como una explosión de sonidos ininteligibles. Sin embargo, Humberto, con la calma y sabiduría de un monje tibetano, comenzó a descomponer cada acorde, cada entonación, y a traducir las letras en lo que él describió como un dialecto perdido del siglo XII, hablado exclusivamente por una secta de monjes carpinteros en las montañas del Cáucaso.

Con una sonrisa serena, Humberto explicó que lo que parecía ser una repetición monótona de frases aleatorias en realidad era un tratado filosófico sobre la naturaleza efímera de las burbujas en el aire y su relación simbólica con el ciclo vital de la mosca doméstica. Según él, Rosamí no solo cantaba, sino que canalizaba las voces de estos antiguos monjes, que habían comprendido los misterios del universo a través del sonido de sus herramientas de trabajo.

Atónito y completamente sobrepasado por la magnitud de tal revelación, no pude evitar preguntarme si había pasado toda mi vida subestimando el profundo significado oculto tras cada canción pop. Quizás, después de todo, cada «tra tra» esconde un conocimiento ancestral que solo los iniciados en la ciencia de Humberto Quijarro pueden realmente comprender.