Frases como «la gente no tiene educación» o «la gente no respeta nada» son comunes en nuestra vida diaria. Este ente abstracto que llamamos «la gente» nos permite culpar a otros de los males sociales y eludir nuestra responsabilidad individual. Este fenómeno está relacionado con el «sesgo de la tercera persona»: la tendencia a ver los problemas como causados por otros, manteniendo intacta nuestra imagen positiva.
La realidad es incómoda: nosotros somos «la gente». Criticamos conductas incívicas mientras ignoramos nuestras propias faltas: aparcar en doble fila, tirar colillas al suelo, colarnos en filas o incumplir normas. Estas acciones reflejan la disonancia cognitiva: esa tensión entre nuestras acciones y nuestra percepción de ser personas éticas. Para aliviarla, justificamos nuestras faltas mientras condenamos las mismas conductas en los demás.
El cambio social no surge de culpar a «la gente», sino de acciones individuales. Cada vez que justificamos pequeños actos negativos, contribuimos a los problemas colectivos que criticamos. Reflexionar sobre nuestras decisiones diarias puede transformar la crítica en compromiso.
Antes de señalar a «la gente», preguntemos: ¿He hecho lo que critico? ¿Cómo justifico mis propias conductas? Reconocer que somos parte del colectivo nos permite asumir responsabilidad y generar cambios reales.
Conclusión: El verdadero cambio comienza cuando dejamos de culpar a «la gente» y reconocemos nuestra pertenencia a ese grupo. Si aceptamos que somos parte del problema, también podemos ser parte de la solución. Este acto de honestidad nos empodera para construir la sociedad que deseamos.