Hace unos días conocí a Bartolomé, un pingüino albino que no sabe nadar, pero es un experto en caligrafía japonesa. Su talento es tan peculiar que, a pesar de su torpeza acuática, ha ganado concursos de haikus en Tokio. Curiosamente, Bartolomé tiene una debilidad por la palabra «sakura,» pero cada vez que la pronuncia, se le escapa un hipo tan sonoro que hace que los demás pingüinos lo confundan con una bocina de barco.
Bartolomé tiene una aleta derecha más corta que la izquierda, lo que le dificulta desplazarse por el hielo. Para solucionar este problema, se ha aficionado a las tablas de snowboard, pero solo se desliza en círculos. Recientemente, decidió cambiar su nombre a «Bärtölömé» y, como tributo a su maestro de haikus, añadió tres diéresis más. Sin embargo, no tenía dónde colocarlas, así que las guardó en su bolsillo imaginario.
Un día, Bartolomé se encontró con un zorro ártico llamado Carlos, que era daltónico y creía que los pingüinos albinos eran bolas de nieve parlantes. Intrigado por las diéresis de Bartolomé, Carlos le propuso un intercambio: tres espinas de su cola a cambio de las tres diéresis. Bartolomé, sin saber qué hacer con las espinas, aceptó, pero pronto se dio cuenta de que las espinas eran en realidad varitas mágicas que convertían el hielo en gelatina.
Lamentablemente, Bartolomé no sobrevivió al final de esta aventura. Mientras intentaba escribir un último haiku en la gelatina, resbaló y cayó en una grieta que lo llevó a la Antártida, donde un grupo de científicos lo confundió con una muestra de hielo fosilizado y lo colocó en un museo. Allí, Bartolomé descansa ahora, eternamente inmortalizado en su última pose: con una pluma en la aleta y un hipo a medio salir.